La publicación apareció en Facebook y, como suele ocurrir con las historias verdaderas, no tardó en tocar una fibra profunda. No es un posteo más: es el retrato crudo de una Argentina que camina a la intemperie, con una hielera al hombro y la esperanza intacta.

Un vecino de Godoy Cruz, Mendoza, relató lo que vivió junto a su familia cuando viajaba a pagar una promesa a la Difunta Correa. Eran cerca de las 10 de la mañana, pasando la báscula de la Cuesta de las Vacas, cuando vio a un joven caminando solo por la ruta. No hacía dedo. No pedía ayuda. Llevaba una hielera roja apoyada sobre el hombro derecho, usándola apenas como sombra para protegerse del sol.

Pensó que era un vendedor ambulante. Pensó mal. Pensó como pensamos casi todos: que alguien más se iba a ocupar.

Horas después, al regresar desde el santuario, la escena volvió a aparecer, pero más dura todavía. El mismo joven, ahora a unos ocho kilómetros de la Difunta Correa, sentado sobre la hielera, buscando refugio bajo un algarrobo. La culpa fue inmediata. El conductor frenó, dio la vuelta y fue a su encuentro.

Ahí supo la verdad.

El muchacho se llama Carlos Escobar. Caminaba rumbo a La Rioja, aunque su destino final es Santiago del Estero, cerca de las Termas de Río Hondo. No había comido. Tenía la boca seca. Nadie paraba. Todos seguían de largo. Mendoza y San Juan no le ofrecieron trabajo ni ayuda estatal, según su propio relato. Pidió asistencia a los gobiernos de ambas provincias. No obtuvo respuesta.

No hacía dedo porque ya había entendido algo brutal: en muchas rutas, el que pide ayuda estorba.

El gesto fue simple pero inmenso. Compartieron lo que tenían. Un poco de comida. Un poco de agua. Un poco de humanidad. Lo que debería ser normal, hoy es noticia.

El posteo cierra con un pedido que no debería ser necesario: si alguien lo cruza en la ruta y tiene lugar, que le dé una mano. Que no se va a arrepentir. Que es humilde. Que es respetuoso. Que merece llegar a su casa.

Carlos Escobar no es un caso aislado. Es el rostro de miles que caminan el país buscando trabajo, dignidad y un plato de comida. Es la postal de un Estado ausente y de una sociedad que muchas veces mira sin ver.

Tal vez, como dice quien escribió el mensaje, algún vecino del santuario lo haya ayudado. Tal vez la Difunta Correa haya hecho su parte. Pero la pregunta sigue siendo incómoda y urgente:
¿cuántos Carlos más siguen caminando ahora mismo por nuestras rutas, esperando que alguien frene?

Porque a veces, el milagro no está en el santuario.
Está en animarse a parar.