EL FEDERAL abre un nuevo espacio para los escritores riojanos que quieran mostrar sus textos. En esta ocasión, Diego Pérez, un empleado en la administración pública, deportista y escritor de varios ensayos muy interesantes, refleja el cuento del llamado “El Viejo”, un personaje conocido en el Parque de la Ciudad.
Giros en el tiempo
Enclavado en el límite entre el verde prolijo de césped y variedades de árboles altaneros del Parque de la Ciudad; el verde agreste de jarillas, pasturas y cactus diseminados como eternos guardianes de viejas leyendas y el marrón árido de caminos polvorientos, de tierra que se mueve de un lado al otro esperando una lluvia que al menos la aplaque; el Mirador se levanta con la firmeza de sus cuatro pisos, con la seguridad de saberse dueño de unos pocos metros de tierra.
Pero es apenas una sensación, porque apenas cruzando la ruta, el Cerro de la Cruz, enclavado en el cordón del Velasco, lo mira con la suficiencia de quien se sabe eterno, de quien mira hacia el poniente buscando el reflejo de las aguas del dique de Los Sauces cuando el sol se pone en unos atardeceres mágicos , con la nostalgia de siglos pasados cuando los hijos de esta tierra atravesaban la quebrada de Huaco, dejando atrás Sanagasta, buscando el agua, armando fortificaciones en la cima de los cerros, luchando contra el enemigo que venía del Norte, invocando a los dioses en noches de fuego y luna llena.
A un costado del Mirador, el viejo se mueve con energía a pesar de que en unos meses estará cumpliendo los 70. Tira de una manguera que se queda enganchada en unos arbustos, la deja a un lado y se dirige a desatascarla. Una vez hecho eso le pone el soporte de metal para que vaya dejando el chorro en diferentes sentidos, como estiletazos que salen con una presión contundente y abarcan varios metros a la redonda.
Eduardo Germano se inclina para abrir el grifo y luego se endereza lentamente, mientras se pasa el antebrazo por la frente, secando las gotas de transpiración que le caen por el esfuerzo. Mira hacia el cerro y se saca la gorra roja del uniforme con la mano izquierda, a la vez que se rasca suavemente la cabeza, cubierta totalmente por canas de un blanco profundo. Se coloca nuevamente la gorra, la ajusta bien y bajo la sombra de una tipa enciende un cigarrillo.
La primera pitada es honda, larga y entrecierra los ojos como queriendo adivinar que hay más allá de la brasa que se aviva quemando el tabaco. Tiene los dedos amarillentos de años de fumar regularmente, intercalados por algún que otro intento de dejarlo, especialmente esa vez que vivió en Neuquén, donde una pulmonía se agravó por el estado de los pulmones, pero una vez que se recuperó por completo retomó lentamente el hábito de pitar, primero a escondidas de Iris, su esposa y de Pauli, su hija, hasta que lo blanqueó y se negó a dejarlo. Voy a morirme de lo que quiera, les dijo una noche en la que decidió venir a La Rioja, buscando un mejor clima, donde el humo del cigarrillo y su incipiente artrosis de cadera se llevaran mejor con el clima.
El viejo sonríe con una mueca cuando se acuerda de esa noche, de los retos de Iris, de su terquedad, de cómo a pesar de haber cumplido 60 hacía poquito se las arregló para hacerle el amor de una manera que pocas veces lo habían hecho, hasta cómo los interrumpió el gato de Pauli y le dejó un arañazo en la espalda cuando quiso correrlo. Los ojos se entrecierran aún más por el movimiento de las arrugas de la cara y apenas se vislumbran dos tajos entre los párpados.
Iris fue una bendición que llegó a su vida el día que creyó que no viviría otro más, cuando el dolor lo había cubierto todo y estaba dispuesto a todo. Ni hablar de la mañana que supo que sería papá y el día que tuvo a Pauli en sus brazos por primera vez. Lloró en el hospital de La Plata, donde vivían en ese entonces, tras haber dejado Jujuy con Iris embarazada. Se quebró con ella en su pecho ante la mirada atónita de las enfermeras que lo atribuyeron a un exceso de emoción sin saber el infierno del que estaba saliendo Germano y de los que aún le esperaban por vivir.
Sus compañeros de trabajo en el Parque de la Ciudad lo apodan directamente “el viejo” y saben de su carácter algo irascible y por eso no lo joden tanto a la hora de juntarse a compartir el refrigerio. El viejo es de pocas pulgas y lo han visto en acción, como cuando le tiró la basura dentro del auto a una mujer que acaba de dejarla en bolsas que no correspondían en los tachos de reciclaje y con altura y respeto la mando a recorrer el árbol genealógico de la familia.
Eduardo Germano apenas supera el metro sesenta, es flaco, de movimientos nerviosos, rápidos, con un bigote cano que le tapa la mitad de su rostro, algo chupado por la delgadez. Tiene cierta tendencia a caminar ligeramente encorvado, mirando el piso, siempre murmurando algo, por lo general alguna queja contra la gente en el parque. Las arrugas le surcan la cara y lo hacen aparentar aún más edad.
Cada pitada es un recuerdo, un viaje a esos años en Ramos Mejía, su pago natal, el de los años felices, el de la infancia plena con los viejos tanos, que se escaparon de Catanzaro y Cremonese y sus mil historias, del miedo y el horror de la guerra, la espera interminable de esos días cruzando un Atlántico embravecido, de la esperanza de un nuevo comienzo, de las tierras que ocuparon en esa zona de un Buenos Aires que lo recibía con los brazos abiertos.
El humo se disipa y vuelve a surgir con más fuerza y Eduardo vuela a esos años mozos, de pantalones cortos, de rasparse las rodillas jugando a las bolitas, de esa adolescencia de revistas, libros y la música de Los Beatles y de Norma, apoyada en el mostrador del negocio de sus padres, un pequeño bar frente a la estación de Trenes. Norma y sus ojos soñadores, esos que miraba con timidez y nunca pudo enfrentar hasta que una noche del 73, a la salida de una matiné sobre la Avenida de Mayo en Ramos Mejía se decidió y la encaró, la miró por primera vez a los ojos de manera directa y todas las palabras que escondió por años salieron juntas, amontonadas en la forma de un beso que ella nunca esperó y los unió para siempre, un siempre que habría de durar muy poco.
Se casaron en el 75, después de esquivar por meses la mirada inquisidora del padre de Norma, que se oponía al noviazgo y había depositado sus esperanzas en que su hija se fijara en un abogado de una familia tradicional de Ramos Mejía, descendiente de los Carrera, que estaban emparentados con los Ramos Mejía que fueron dueños de gran parte de la ciudad. Pero no hubo caso, Norma eligió la calidez de los besos de Eduardo, de sus sueños locos de viajar y terminar juntos con muchos hijos en una playa de Brasil.
El viejo reacciona al saludo de unos corredores que pasan a su lado, levanta la mano casi instintivamente y en dos pasos rápidos está al lado de la boca de la manguera, toma el soporte de metal y lo traslada unos metros hacia el frente del Mirador. Se deja caer sobre el cantero de piedra que rodea el edificio, el que da al estacionamiento frente al cerro. Norma vuelve a sus pensamientos. Estaba linda la noche del casamiento, que tuvo que interrumpirse por el estallido de una bomba en una garita policial unas cuadras hacia el Sur, eran tiempos complicados aquellos con los Montoneros, la Triple A y el ERP.
-¡Viejo!, le gritan unos compañeros, – son las 12 ya, vamos a tomarnos algo al kiosco-.
-Vayan nomás ustedes, les dice subiendo un poco la voz porque justo pasan unas motos de escape libre y lo aturden. No quedó bien del ruido del disparo esa mañana que encontró algo de paz.
Instintivamente se lleva la mano al bolsillo y lo toca, es su amuleto, lo cuida como su mayor tesoro y es apenas un trozo pequeño de metal, pero para él es mucho más que eso, es la llave de la puerta del infierno, su mayor calvario, y no está dispuesto a perderla y que alguien la abra y deje escapar todos sus demonios, que llevan la cara de ese maldito General que se equivocó de edificio.
Eduardo solo tiene las imágenes del desastre, el que encontró cuando unos amigos le avisaron lo que había ocurrido. Estaba en el negocio de su viejo, donde seguía trabajando y esa noche se había quedado a ordenar unos moldes de caucho que habían llegado a última hora de la tarde y no quería volver el sábado a realizar esa tarea. El teléfono sonó a eso de las 12 de la noche y un extraño presentimiento lo asaltó. Después fue tomar el auto y manejar como loco hasta el bar de los padres de Norma, que atrás tenía un pequeño salón, donde ella estaba con los mellizos que habían cumplido un año días atrás, junto a otras amigas, festejando el cumple de un pequeño de 3 años.
El viejo cierra los ojos con fuerza, no quiere recordar, pero el casquillo de la bala en el bolsillo le impide olvidar y vuelve una y otra vez a esa noche, pasando semáforos en rojo, conduciendo el Torino del padre, a una velocidad que nunca pudo imaginar que podría llevarlo. Ni se dio cuenta del rayón de punta a punta que le hizo sobre el costado derecho cuando giró unas cuadras antes del bar y le pegó a un auto estacionado.
El sol del mediodía pega fuerte en La Rioja, aunque sea otoño y el viejo se saca el buzo de polar que trae puesto y solo se deja una remera blanca y el chaleco del uniforme. El calor riojano lo agobia por momentos, pero esta tierra es el único lugar que sintió finalmente como suyo, dejando atrás un periplo que lo llevó por 14 provincias, como parte del cuerpo de protección ambiental de un organismo nacional. Siempre anotado como voluntario al traslado, de provincia en provincia, buscando dejar atrás aquella noche del horror y la mañana de la redención. Siempre huyendo de esos fantasmas, que la historia no volviera a repetirse, hasta que encontró estos pagos a los que las mujeres de su vida también se acostumbraron.
El viejo juega con el casquillo dentro del bolsillo, tiene una marca. 14 mujeres y 18 chicos había esa noche en el salón que estaba detrás del bar. El tanque llegó acompañado de un par de coches y un furgón, del que se bajaron unos 10 efectivos del ejército. Aparecieron de sorpresa, sin ruido de sirenas, alrededor de las 11 de la noche, alertados por un policía que había delatado un encuentro clandestino de células montoneras en una casona justo frente al bar, que lucía abandonada.
Marcos Orsini era el Sargento Primero que manejaba el tanque y fue quien recibió la orden del General López Zabala para disparar. Pero colocó el tanque en la dirección contraria y ese simple error desató el infierno. Fueron 5 disparos consecutivos que impactaron contra el bar y lo redujeron prácticamente a escombros. 14 mujeres y 18 chicos masacrados por error. Cuando Germano llegó ya solo quedaban el humo y los vecinos cerrando cortinas para no ser vistos. Sin sobrevivientes le dijeron los policías apostados en el lugar.
Eduardo fue un vendaval de furia, de empuje, de coraje y locura, a gritos, empujones y golpes se abrió paso hasta la puerta del bar y en ese punto exacto un culatazo lo dejó tendido, justo cuando uno de los oficiales estaba a punto de dispararle. Se despertó al otro día en el hospital, con un vendaje en la cabeza, con el dolor más inimaginable que pudiera sentirse en el alma, con el corazón y la vida destrozada.
Fue el pelado Torres, un amigo de la infancia, que por esos años revistaba en la Comisaría local, el que le informó del error que cometieron los milicos y que obviamente no iban a reconocer ni en sueños y le aconsejó que no jodiera, que todos los cuerpos habían sido retirados y no se conocía su paradero y seguramente nunca se sabría. Germano se quedó en la cama escuchando sin oír, sintiendo como el alma se le escapaba como arena entre los dedos, y ese hueco se iba llenando de un dolor que quemaba y que hoy está encerrado en el casquillo. Pero eran años de amistad los forjados con Torres y en un papelito que le dejó en la mano, disimuladamente, estaban escritos dos nombres, Marcos Orsini y López Zabala, era todo cuanto Torres podía hacer por él.
Un par de parapentes sobrevuelan el Parque, el viejo los contempla con una sonrisa. Alguna vez se tiró en un vuelo biplaza cuando vivía en las sierras de Córdoba, cuando hacerlo era toda una aventura y no tenía al auge que tienen ahora. Aún le quedan un par de horas para completar el turno que dura hasta las 16. El viejo se levanta, cierra el grifo y se dirige a la cantina en la que sus compañeros ya están tomando el refrigerio. Los observa detenidamente, ríen, se cuentan cosas de sus vidas, hacen bromas. Alguno saca una silla y un compañero cae sentado al suelo y estallan las carcajadas de todos. Germano sonríe con su mueca, esa que apenas le queda en el lugar en el que alguna vez tuvo una sonrisa.
A principios del 75 Norma le dijo, entre lágrimas y después de una cena en la que no pronunció palabra, que estaba embarazada y no fue sino hasta unas semanas después que algunos síntomas dejaron sospechas y una tarde en la que su San Lorenzo del alma había ganado por el Metropolitano, que le dijo que eran mellizos, una nena y un varón. Germano se preguntaba, con el eco de los goles resonando aún en sus oídos, si tendría lugar en su pecho para tanto amor.
Se fueron a vivir a un departamento que era de los padres de Norma, que estaba ubicado por la avenida Rivadavia, cerca del centro. Tenía apenas un dormitorio, pero la cocina era grande y tenía una división que podían utilizar para poner las cunas de los mellizos. Nacieron a fines de octubre y Germano empezó a hacer algunos trabajos independientes de pintura de ambientes para poder solventar los gastos que implicaban ser cuatro en vez de tres. Cumplieron el año y se lo festejaron con un poco de miedo, porque el hermano de Norma, un estudiante secundario de quinto año había desaparecido unos días antes, en un festejo de la primavera y aún no tenían noticias. Los rostros adustos esa tarde de sábado fueron el común denominador y solo se aflojaron un poco a la hora de soplar las dos velitas.
Unos días después, a comienzos de diciembre, Norma le prestó a una amiga el saloncito que estaba detrás del bar para que festejara el cumpleaños de su hijo, que cumplía tres años y su papá también estaba desaparecido porque estaba metido en Montoneros. La fiesta transcurría tranquila, ya era de noche, hacía calor y la humedad del ambiente presagiaba que al otro día podría llover. Ya estaban por prepararse para soplar las velitas cuando el primer estallido los hizo soltar todo y más de uno fue al piso alcanzado por el polvo de las paredes del bar que habían sido derrumbadas. Los siguientes disparos del tanque ingresaron por el hueco que había dejado el primero y fueron a dar blanco en el salón trasero.
Después de salir de la clínica, sin sentir absolutamente nada parecido a una emoción humana, Germano tiró algunas líneas, buscando ubicar a los culpables de esa atrocidad, pero entre la vigencia de la dictadura militar y el ocultamiento inmediato del hecho a partir de la equivocación que lo generó, pocos fueron los resultados obtenidos. Ver casi a diario a sus padres y eventualmente mantener un contacto con sus suegros estaba acabando con la poca energía que le quedaba y decidió ir a Córdoba y alojarse un tiempo con su abuela.
Llegó justo para la rendición de la locura de Malvinas y el comienzo del fin de la dictadura y se puso a trabajar vendiendo revistas en un kiosco de la Terminal de Ómnibus. Su abuela tenía una vieja casona en el coqueto barrio de Alta Córdoba y dejaba pasar sus días en la inercia del que lo ha perdido todo y lentamente el vacío se lo iba fagocitando y los pensamientos de acompañar a los suyos comenzaron a rondar por su cabeza.
El viejo tira la última bolsa de basura en el contenedor justo al frente del Cajero Automático y mira la hora en el reloj que lleva en la muñeca izquierda. Un recuerdo de su padre, que se lo regaló cuando se casó con Norma y tiene aún la marca en el vidrio que le hizo en el forcejeo con Orsini, cuando le dio a la pared, antes de conseguir disparar.
Es hora de irse, de entregar los elementos de trabajo, saludar a los compañeros y emprender el camino a casa, que no queda a más de unas pocas cuadras, un hallazgo cuando vinieron de Neuquén, por la zona y el precio, porque en ese entonces no valía ni la mitad de lo que se valorizó luego con la creación del Parque y la traza de la avenida de Circunvalación. Hoy Pauli tiene clases y no viene a buscarlo en el corsita que los acompaña desde hace unos años y emprende el regreso. Mete la mano en el bolsillo y toca nuevamente el casquillo, que ese día en Córdoba, en la casa sobre la avenida General Paz, estuvo a punto de no salir.
A fines del 84, con la democracia dando sus primeros pasos y el comienzo de la revisión de lo actuado por la Junta Militar y la idea de dejarlo todo cada vez más firme, le llegó la primera señal que la justicia divina comenzaba a moverse. En el predio de la ESMA habían encontrado fosas comunes y los primeros resultados de las pruebas de ADN fueron concluyentes. En uno de sus viajes a ver a sus padres, Germano dejó muestras de sangre para que eventualmente pudieran cotejarlas con cadáveres que fueran encontrando y ahora lo estaban llamando para reconocer el cuerpo de su esposa y los mellizos.
El viejo apura el paso y recuerda, mirando al cielo con los ojos entrecerrados, cuando le mostraron los análisis de sangre que daban la coincidencia del vínculo filial, sintió que se le aflojaban las piernas y le faltaba el aire. Después lo llevaron a la morgue en la que estaban esperando los cuerpos y los vio, después de casi una década. Norma estaba en posición casi fetal, abrazando los mellizos que a su vez estaban con los brazos entrelazados entre sí. Murieron calcinados por el fuego que se generó después del tercer disparo del tanque. Germano tuvo un momento de silencio, frente a los que fueron su familia, mientras sus puños y su cuerpo entero se iban crispando, la mirada se le encendió y se dejó caer de rodillas soltando un grito ensordecedor y desgarrador que atravesó toda la sala de la morgue y recorrió los pasillos del hospital.
Las heridas comenzaban a cerrarse, pudo despedirse en paz esa tarde en el cementerio de Ramos Mejía al que habían trasladado los cuerpos, con una tenue llovizna, bajo un cielo gris. No lloró mientras introducían los cajones en el panteón de la familia. Estaba en paz, pero por dentro sentía que aún faltaba algo, que llegaría cuando en el cuarto intento el disparo salió directo a la humanidad de Orsini.
El Loco Aguirre no tenía nada de loco justamente, trabajaba en Tribunales de Capital Federal y conocía a Germano por una juventud compartida en los bares y las noches de Ramos Mejía. Se habían hecho compinches por un par de desventuras amorosas de Aguirre en las que Germano prestó sus buenos oficios para lograr que las chicas en cuestión le dieran otra oportunidad al Loco.
Aguirre era un futbolista frustrado, había hecho inferiores en Platense y después dio el salto a la reserva de Argentinos Juniors, pero nunca terminó de consolidarse porque le gustaba demasiado la noche y sumado a una lesión en la rodilla izquierda, el retiro le llegó muy rápido, con apenas un par de veces habiendo estado en el banco de suplentes, siendo testigo de lujo de ver jugar a Diego Armando Maradona. El Loco era un flaco alto, un poco desgarbado, con un jopo que nunca terminaba de caer y al que corría constantemente soplando hacia arriba, lo que tenía incorporado ya casi como un tic. Era morocho, de manos grandes, con una mirada bohemia, de ojos entrecerrados, de esos que se ponen al salir de los bares y los boliches con el sol pegando ya de frente. De nariz algo grande y un poco desviada por un codazo en un partido de las inferiores de Platense y voz gruesa, le gustaba cantar y tocar la guitarra, trasnochar y meterse líos de polleras.
Entró en Tribunales porque tenía un tío que era Juez y estaba involucrado en el seguimiento de la causa del juicio a la Junta Militar y justamente llevando unos expedientes de un piso al otro por una mudanza de oficinas, se enteró que el Sargento Primero, ya retirado, Marcos Orsini, al que Germano había buscado por años, estaba involucrado en una causa por homicidio y había fijado domicilio en Córdoba capital, sobre la Avenida General Paz.
El teléfono en la casa de la abuela de Germano sonó con insistencia esa siesta de invierno. Eduardo se levantó pero no llegó a atender la primera vez y cuando se volvía al dormitorio, dispuesto a seguir durmiendo, el segundo llamado entró y pudo atenderlo.
-¡Pelotudo, pelotudo!, ¡lo encontré pajero, lo encontré!, ¡está allá, boludo, está allá!, la voz del Loco Aguirre era una mezcla de gritos, de aceleración, ansiedad y falta de aire porque había corrido después de hacer ese descubrimiento. Tenía el número de Germano en Córdoba porque el padre se lo había dado una noche que fue a buscarlo y se enteró que había marchado rumbo a su exilio interno.
Germano no entendía nada. -¿Quién habla?, ¿con quién quiere hablar?
-¡Pará pelotudo, no cortés!, ¡lo encontré, lo encontré!, le gritaba entrecortado Aguirre del otro lado del teléfono.
-Loco, ¿sos vos?, ¿qué carajos te pasa?¿A quién encontraste?
-¡Al hijo de puta de Orsini, está allá, está allá!, le seguía gritando alterado del otro lado del teléfono.
-Pará un poco Loco, le dijo Germano, baja de la moto y contame bien.
Aguirre seguía acelerado, pero hacía un intento para respirar mejor, y al cabo unos instantes bajaron las pulsaciones y pudo hablar más calmado. –Te digo que Orsini, el recontra mil hijo de puta de Orsini, tú Orsini, el que buscábamos por cielo y tierra, apareció.
-¿Cómo que apareció?, la voz de Germano había cambiado de tono y estaba a punto de quebrarse.
-Sí, te digo que sí, es él, tuvo que fijar domicilio en la causa que tiene por matar una monja en el 77 en La Plata, pasa que esa causa pasó al país de origen de las monjitas, creo que eran polacas si mal no recuerdo y hubo un pedido formal de extradición que entró hace unos meses y no pudo zafar porque hay presión de afuera, entonces se tuvo que mostrar y apareció fijando el domicilio en Córdoba, en el centro, por la General Paz, es más, te digo, número 73, 8°A. Es tuyo Eduardo, búscalo, yo nunca te dije nada-.
El Loco colgó sin más que decir y Germano se quedó con todas las preguntas por hacer, con el tubo en una mano y con la otra apoyándose contra la pared de la cocina, se fue deslizando hasta llegar al suelo, en un momento que soñó y sabía que llegaría, pero no tan pronto. Todos los recuerdos se amontonaron de golpe en la garganta y solo pudo sollozar dejando salir el alma. Se quedó ahí, sentado en el piso de la cocina, sobre las baldosas de granito, recostado contra el mueble del bajo mesada, con la luz apagada. Afuera llovía, la vida de Germano empezaba a cambiar.
El viejo afloja el paso, hace calor y lo siente. Cruza el puente por la San Antonio y enfila para su casa. Un par de perros le ladran desde la vereda de enfrente y duda si seguir por esa calle, que no tiene casi veredas o tomar por las calles de tierra, cuyo riesgo de encontrar perros de todos los colores y tamaños es mayor.
Germano baja la voz cuando habla, clava los codos en la mesa del bar, se inclina hacia adelante mientras gira la cabeza a ambos lados, para verificar que nadie los mira ni los escucha y mueve los labios lentamente, escondidos en el bigote que le tapa media cara. Del otro lado de la mesa el petiso Suárez lo mira atentamente. Accedió venir a este bar ubicado en Belgrano y San Jerónimo en el centro de Córdoba porque por la calle del prócer pasan todos los colectivos, es vía rápida y el smog que se genera por la combustión se suma al ruido ensordecedor de los motores. Nadie en su sano juicio hubiera prestado atención a esos tipos, sentados en el bar de una esquina, con ruido, humo negro, en un día gris, con llovizna, frío y enfundados en camperas con cuello levantado.
-Atendeme Sergio, te cité acá porque vos trabajas en Entel y voy a necesitar que me des una mano. Sé que no me debes nada, pero conociste a Norma ese verano que la traje y sabías lo que la amaba. También sé que tenes un hermano desaparecido por estos milicos hijos de puta y que harías cualquier cosa con tal de que se pudran en el último de los infiernos de Dante, le dijo Germano y después de mirar otra vez al interior del bar donde solo había un par de mesas ocupadas, hizo una pausa y en un ademán nervioso le metió tres pitadas seguidas al cigarrillo. El humo del pucho le sacó una mueca de desagrado a una señora que en una mesa sobre la ventana que daba a la San Jerónimo apuraba un cortado con visibles muestras de estar esperando a alguien.
El petiso Suárez hacía honor a su apodo, apenas pasaba el metro sesenta y estaba ya pisando los 36 años, aunque aparentaba algo más de 40. Estaba algo excedido de peso y una incipiente calvicie, junto a unos lentes que se deslizaban hasta la punta de la nariz porque hacía poco que los tenía y no podía acostumbrarse a usarlos, profundizaban esa sensación.
-Contá conmigo para lo que haga falta, sabes que estoy al pie del cañón para hacerlos cagar a estos guanacos. Al Jorge se lo llevaron delante del papi y nunca más supimos nada de él y el pobre viejo se fue de tristeza cuando volvió la democracia y no apareció por ningún lado-. Con un cuidado movimiento de su mano derecha toma el papelito que Germano le dejó debajo del diario, cierra el puño y lo guarda en el bolsillo interno de la campera.
-Te veo acá en una semana, a esta misma hora. Traeme lo que te pido y coordinamos el plan, lo tengo todo en la cabeza. Ya vi el edificio, y la Laurita, ¿te acordás?, la hija de la Mirta, la mujer que trabajaba en lo de mi abuela hace unos años, que estuvo metida en Montoneros y volvió del exilio el día que asumió Alfonsín-.
-Ah, sí, la media colorada que se salvó de pedo cuando casi los agarran el día que el Tito Sánchez se cayó por pisarse el cordón de la zapatilla, esa puta costumbre de andar así, y por eso la molotov que acababa de encender fue a parar abajo del auto que se bajó y no pudo tirarla en la puerta de la Comisaría a la vuelta de la cancha de Belgrano. Volaron todos, menos ella que se había cruzado de vereda para vigilar que no se cruzara nadie. Un pelotudo bárbaro, morirse así, por lo menos hubiera matado algún cana-.
-Bueno, sí, esa misma, estuvo haciendo algo de inteligencia, viste que ella estaba entrenada en esas cosas. Me dio datos, el hijo de puta solo sale a la mañana y a la tardecita para dar una vueltita a la manzana, no se cruza de calle, sale solo a estirar las piernas, no entra en ningún negocio ni nada. Laurita algo le sacó al portero, parece que está con un sobrino que trabaja todo el día, pero ella no lo pudo ubicar-.
-Listo, nos vemos en una semana-, dijo el Petiso, corrió la silla y se fue por la puerta de la Belgrano, justo cuando ingresaba un tipo que fue a sentarse con la mujer que se disgustó por el humo del cigarrillo.
El ladrido de un cuzco con cara de hambriento lo saca de sus cavilaciones. Agarra una piedra de la calle y amaga tirarle y el perrito, ante el gesto que conoce y tiene internalizado, sale corriendo dando alaridos. El viejo suelta la piedra y saca el celular del bolsillo, tiene un mensaje de Iris preguntando si quiere que lo vaya a buscar. Le responde que no, que no hace falta, que ya está en camino y en 15 minutos llega.
Esa noche llueve un puto diluvio, Germano apoya el diario sobre la mesa y el Petiso Suárez desliza un paquete envuelto en una bolsa de papel madera. -Era del Jorge, no sé bien de dónde carajos la sacó, pero quedó debajo de la cama. Funciona, el domingo metí un tiro al aire cuando hizo el gol Maradona, en el partido de la selección. Tiene las balas justas para completar el cargador. ¿Estás seguro Eduardo?, no te podes cagonear, mira que una vez que lo tengas adelante y saques el chumbo, es él o vos, no hay otra.
-Quedate tranquilo Petiso, ya estoy muerto.
Ese sábado de julio, cuando el Petiso Suárez lo pasó a buscar con la camioneta F100 de Entel, Germano supo que iba a un punto sin retorno. En el viaje desde Alta Córdoba hasta el centro repasaron el plan varias veces. Llegarían al edificio de Orsini, Suárez hablaría con el portero, subirían a la torre con la excusa de hacer algunas reparaciones que estaban atrasadas y allí Suárez, un técnico experto de la compañía telefónica, cortaría la línea del militar retirado. Germano, con una ropa de operario bajaría hasta el departamento del asesino, tocaría su puerta, se presentaría debidamente y solicitaría chequear la línea, con la excusa que haciendo unas reparaciones arriba se habían producido algunos inconvenientes y los estaban solucionando.
Cuando Orsini escuchó el timbre de la puerta del pasillo pensó que era su sobrino Felipe que se había olvidado algo y dejó el café que acababa de prepararse para tomar mientras escuchaba las noticias en la radio. Era un tipo corpulento, llegaba al metro ochenta y mantenía cierta forma física que nunca perdió a pesar del paso de los años. Ya retirado de manera forzosa, se había instalado en el departamento de su sobrino, un ingeniero de la fábrica de aviones, para esperar el desarrollo del juicio a la Junta y el que en su caso le seguían por el asesinato de las monjas polacas.
El ex Sargento Primero conservaba su peinado a la gomina y el bigote ancho y prolijo. Fue hasta la puerta de manera enérgica y por la mirilla vio a un tipo flaco, con uniforme de Entel y se preguntó que podía pasar, nadie la había avisado de la visita de un técnico y no recordaba haber tenido fallas en la línea. Orsini preguntó con vos enérgica.
-¿Quién es?, ¿qué necesita?
Germano tragó saliva antes de contestar, tenía la garganta seca, pero pudo articular algo.
-Buenos días señor, somos de Entel, estábamos con reparaciones en la central de la terraza y algunas líneas se desconectaron y estamos chequeando las conexiones. ¿Podría corroborar si tiene tono?
Orsini dudó, pero, fue hacia la sala y levantó el auricular, efectivamente no tenía tono. Se dirigió nuevamente a la puerta y comunicó que era cierto, que la línea estaba muerta.
-¿Sería tan amable de dejarme entrar para solucionarlo?, mi compañero está en la terraza conectando las líneas faltantes.
El ex militar no dudó, y dejó pasar a Germano, que ni siquiera lo miró.
-Déjeme asomarme a la ventana que da al patio interno, estamos en el octavo piso y el edificio solo tiene 12 pisos, mi compañero espera mi señal-.
-Está bien, dijo Orsini y se corrió para abrir la puerta ventana de la sala que tenía un pequeño balcón que tal como lo había dicho Germano, daba al patio interno.
Tomó el cable de la línea telefónica, lo sacudió y gritó: -¡Suárez! ¡Estoy en el octavo, conéctalo!
El petiso se asomó desde la terraza, hizo una seña y volvió a desaparecer. Germano tomó el tubo, sintió el regreso del tono, lo miró a Orsini y le dijo que estaba listo.
Orsini se acercó al teléfono, lo tomó, chequeó la información que le daba el técnico y les dio las gracias. -Muy gentiles de su parte, ¿les estoy debiendo algo?-
Germano escuchó la pregunta de Orsini parado bajo el umbral de la puerta que separaba la sala con la cocina. Desde hacía rato tenía la mano en el bolsillo acariciando el revólver con tambor, tratando de contener los fantasmas, la ira, el odio, el pasado, la bronca, los muertos que le debía ese tipo que estaba parado delante suyo y lo miraba desde ese desdén, desde esa altanería de sentirse intocable, inalcanzable. Se sorprendió él mismo con la calma que pudo afrontar el momento, hasta el momento de subir a la camioneta se veía disparando apenas lo dejara entrar, pero pudo contenerse y lograr que Orsini se afloje y hasta hiciera comentarios del clima y lo mal que andaban las líneas telefónicas.
-Usted no sabe quién soy, ¿no?- le preguntó Germano, -a lo mejor se acuerda de Norma y los mellizos-. Orsini lo miró con sorpresa porque no esperaba esa pregunta y en ese instante pensó por el lado de su ex esposa, que había fallecido años atrás, en algún pariente de ella y él no podía reconocerlo. Pero su expresión cambió cuando vio la sonrisa de Germano, una mueca en realidad, que se había puesto tenso y que apenas hablaba con un hilo de voz y se estremeció. Su viejo instinto le dijo que algo andaba mal. Germano sacó la pistola y apuntó directamente a la cabeza de Orsini, pero no esperó el movimiento del militar, acostumbrado a situaciones límites, que se lanzó sobre Germano tratando que no dispare. El primer disparo no salió y cuando escuchó el percutor, Orsini se quedó helado, pero no sintió nada que se metiera a fuego en su cuerpo y terminó de irse sobre Germano, que alcanzó a disparar una vez más sin suerte.
El militar tomó la mano en la que Germano tenía el revólver y trató de quitárselo y pese a la diferencia evidente de tamaño físico entre ambos encontró en Germano una fuerte resistencia, chocaron contra la pared de la cocina y el reloj de Germano llevó la peor parte. Germano estaba siendo superado y ya casi tenía que soltar el revolver por la presión de Orsini, pero la fortuna jugó a su favor y el ex militar enredó su pie izquierdo con el cable del velador de la sala y trastabilló, soltando la mano que sujetaba la pistola de Germano, para poder apoyarse en algo en el momento que iba hacia el suelo. Germano aprovechó la situación y dio un pequeño salto hacia atrás y volvió a gatillar. Otra vez nada, solo el ruido del percutor y cuando Orsini se acababa de levantar y estaba a punto de lanzar un golpe a la cara de Germano, el estruendo del disparo los sorprendió a ambos. Germano quedó casi petrificado mientras veía el gesto de incredulidad de Orsini que se llevaba la mano al pecho y sentía la sangre brotar a borbotones. Aún así quiso ir sobre Germano, pero ya no pudo y se desplomó lanzando un último -hijo de puta, me mataste, me mataste-.
En eso entró Suárez al departamento y ni siquiera se quedó a ver el macabro cuadro, tomó a Germano del brazo, mientras alzaba el casquillo del suelo y lo sacó del departamento a los empujones, lo metió en el ascensor y cruzaron el lobby del edificio como una exhalación, aprovechando que el portero estaba subiendo por el otro ascensor, alertado por otros vecinos del ruido del disparo. Subieron a la camioneta y se fueron derecho a Alta Córdoba, a esconder todas las pertenencias que pudieran incriminarlos.
Durante los días subsiguientes no hubo ninguna noticia en los medios acerca de la muerte de Orsini, perfectamente escondida, como aquella noche del 76 en ramos Mejía. Solo unos días después el llamado de Aguirre le confirmó que la causa se cerraba por el fallecimiento de Orsini, sin que se especificaran las causas.
A fines del 85, Germano estaba alertado que los estaban buscando y decidió poner distancia, y Jujuy fue su primer destino para escapar de los servicios que aún estaban activos. El petiso Suárez no tuvo tanta suerte, nunca creyó que tras el juicio a las Juntas Militares pudieran seguir activos algunos servicios y una noche de primavera apareció flotando en el San Roque con 5 disparos en la espalda. Germano lloró cuando se enteró de la noticia, apretó el casquillo que llevaba ya de recuerdo, y encendió un cigarrillo negro en la memoria del Petiso.
El viejo llegó al frente de su casa, Iris salía preocupada a recibirlo, junto a Pauli que finalmente no había asistido a clases en la Universidad, lo abrazaron y lo tomaron cada una de un brazo y lo mandaron a bañarse, casi retándolo con un tono maternal. Se dejó llevar y les hizo caso. Antes de sacarse la ropa volvió a tomar el casquillo y lo guardó cuidadosamente en el cajón de su mesa de luz, justo cuando Iris le abría la puerta a un técnico de internet.
-Llegas justo querido- le dijo Iris, -Estamos sin servicio, ¿cómo te llamás querido?, le preguntó.
-Franco, señora, Franco Orsini.